Recién iniciado el siglo XXI y tras el suntuoso viaje a Lisboa, para el coro Núñez de Arce se hizo el silencio, roto sólo para una breve participación, al año siguiente, en la misa por los difuntos del instituto. Fue, rompiendo la tradición, en la iglesia de San Miguel. Supo a poco, y lo poco a desolado.

Pasado aquel 2002, únicamente acompañado por la mortuoria actuación, recibimos aquella carta que a finales del siglo XX y principios del XXI, nos anunciaba que el curso se acompañaba del retorno del coro. Fue, en este caso, un retorno con mayúsculas, pues todos los de entonces, bendita ingenuidad, no creímos en llegar al lustro de vida como formación musical. Lo que luego fue un simple año sabático se nos había anunciado como el fin de los días.
 
El primer curso tras la vuelta de la tumba del coro Núñez de Arce, discurrió sin viaje alguno. La formación, pese a la notable cantidad de veteranos que retuvo (aunque bien valdría llamarlos pioneros), estaba aún terriblemente verde, lo que situaba las fronteras físicas y musicales muy cerca.

Para cuando empezó el siguiente curso, en el que finalmente se produjeron los hechos que tengo que narrar, muchos de aquellos que retornaron, desaparecieron de nuevo en un silencio que esta vez sería para siempre. Nos despedimos de nuestros pioneros, pues con ellos empezó el coro y no conocieron a nadie a quien pudieran llamar en verdad "veterano". Y los que quedaron tuvieron que continuar sin aquellos que acumulaban una experiencia que entonces parecía ancestral. Así fue que nos presentamos en La Coruña, con una formación eminentemente novata, apenas salpicada con unos pocos veteranos supervivientes acobardados (todos menos uno, quizá dos) por la  efervescencia de una incipiente juventud que era hegemónica en esa promoción.



El no haber tenido un viaje en el que hacer piña el año anterior, hacía que el grupo no estuviera todo lo cohesionado que en otros momentos había estado y llegaría a estar. En el autobús de ida, como era tradición, se empezó a fraguar esa unión, como se puede ver en algunos grabados de la época, los primeros en formato digital en la historia del coro. Un detalle muy recordado de aquel trayecto fue el encuentro con un coche accidentado en medio de la carretera, que recibió un segundo impacto mientras hacíamos un receso y nos tomábamos un café en el bar.


Llegamos al mastodóntico albergue donde íbamos a alojarnos, realmente descomunal, y únicamente habitado por nosotros. Estos detalles lo hacían muy cómodo, aunque era innegable que por la noche también daba un poco de jindama.

Por la mañana, después de acicalarnos y enfundarnos en nuestras camisas blancas con su correspondiente falda o pantalón de color negro, nos encaminamos hacia el entonces IES Ánxel Casal -  Monte Alto, donde ofrecimos nuestro recital en el salón de actos Marcial Mariñas ante un público muy joven y realmente enardecido.

Con posterioridad al concierto, pudimos pasear por la ciudad. Ejerció de Cicerone nuestro querido Javier Pascual, que nos llevó ante la imponente torre de Hércules. Visitamos también un divertido museo con la ciencia como temática, que adjuntaba una sección que reproducía el mítico Nautilus, el submarino que imaginó Julio Verne para sus Veinte mil leguas de viaje submarino. Continuó el paseo por la Coruña, donde cenamos, para volver al albergue a pasar la noche.
Preciosa tierra Galicia, pero con muchas curvas, subidas y bajadas. Unas cuantas nos encontramos cuando, al día siguiente, pusimos rumbo a Santiago de Compostela, monumental ciudad que visitaríamos un 26 de marzo, fechas muy extrañas para nosotros, que solemos realizar nuestro viajes un mes mas tarde. A la catedral de Santiago le faltaban unos cristales, recuerdo. Se habían roto de un balonazo durante el rodaje de un anuncio en el que el entonces futbolista del F.C. Barcelona Ronaldinho hacía malabares con el balón y terminaba lanzando la pelota a una altura considerable. Hubo entre los miembros del coro que quiso acercarse a presentar sus respetos al santo, y hubo quien quiso solidarizarse con la causa de aquellos que intentaban limpiar las playas gallegas del chapapote que había contaminado la costa a raíz de la catástrofe del Prestige. Lo que sí compartimos todos fue un paseo por un entorno monumental impresionante.

Con esta sensación tremenda de euforia, como suele suceder en nuestros viajes, volvimos al autobús que nos debía traer de vuelta a Valladolid. Convertimos el trayecto en una fiesta, otra costumbre del coro. Y muchas sensaciones intensas y encontradas. Por un lado lamentábamos no haber estado preparados el año anterior para haber realizado otro viaje como el que tocaba a su fin, y por el cual, también se entonaban lamentos. Por otro, crecían las ganas de volver a montarnos en un autobús en tropel y volver a salir a algún lugar de España donde nos prestaran un oído al que poder cantar. Eso ya sería otra historia diferente dentro de la misma, claro. Porque ese viaje de la Coruña fue el auténtico bautismo para una generación del coro que fue tremendamente longeva y que estuvo presente en algunos de los momentos cruciales de la historia de nuestra agrupación. Y de todo ello, conviene guardar memoria.